VII. CONCLUSIÓN Sollicitudo rei socialis


Carta encíclica de S.S. Juan Pablo II al cumplirse el XX aniversario de la Populorum Proggressio
46.Los pueblos y los individuos aspiran a su liberación: la búsqueda del pleno desarrollo es el signo de su deseo de superar los múltiples obstáculos que les impiden gozar de una «vida más humana».
Recientemente, en el período siguiente a la publicación de la Encíclica Populorum Progressio, en algunas áreas de la Iglesia católica, particularmente en América Latina, se ha difundido un nuevo modo de afrontar los problemas de la miseria y del subdesarrollo, que hace de la liberación su categoría fundamental y su primer principio de acción. Los valores positivos, pero también las desviaciones y los peligros de desviación, unidos a esta forma de reflexión y de elaboración teológica, han sido convenientemente señalados por el Magisterio de la Iglesia.
Conviene añadir que la aspiración a la liberación de toda forma de esclavitud, relativa al hombre y a la sociedad, es algo noble y válido. A esto mira propiamente el desarrollo y la liberación, dada la íntima conexión existente entre estas dos realidades.
Un desarrollo solamente económico no es capaz de liberar al hombre, al contrario, lo esclaviza todavía más. Un desarrollo que no abarque la dimensión cultural, trascendente y religiosa del hombre y de la sociedad, en la medida en que no reconoce la existencia de tales dimensiones, no orienta en función de las mismas sus objetivos y prioridades, contribuiría aún menos a la verdadera liberación. El ser humano es totalmente libre sólo cuando es él mismo, en la plenitud de sus derechos y deberes; y lo mismo cabe decir de toda la sociedad.
El principal obstáculo que la verdadera liberación debe vencer es el pecado y las estructuras que llevan al mismo, a medida que se multiplican y se extienden.
La libertad con la cual Cristo nos ha liberado (cf. Gál 5, 1) nos mueve a convertirnos en siervos de todos. De esta manera el proceso del desarrollo y de la liberación se concreta en el ejercicio de la solidaridad, es decir, del amor y servicio al prójimo, particularmente a los más pobres. «Porque donde faltan la verdad y el amor, el proceso de liberación lleva a la muerte de una libertad que habría perdido todo apoyo».
47.En el marco de las tristes experiencias de estos últimos años y del panorama prevalentemente negativo del momento presente, la Iglesia debe afirmar con fuerza la posibilidad de la superación de las trabas que por exceso o por defecto, se interponen al desarrollo, y la confianza en una verdadera liberación. Confianza y posibilidad fundadas, en última instancia, en la conciencia que la Iglesia tiene de la promesa divina, en virtud de la cual la historia presente no está cerrada en sí misma sino abierta al Reino de Dios.
La Iglesia tiene también confianza en el hombre, aun conociendo la maldad de que es capaz, porque sabe bien —no obstante el pecado heredado y el que cada uno puede cometer— que hay en la persona humana suficientes cualidades y energías, y hay una «bondad» fundamental (cf. Gén 1, 31), porque es imagen de su Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo, «cercano a todo hombre», y porque la acción eficaz del Espíritu Santo «llena la tierra» (Sab 1, 7).
Por tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Aunque con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también —ante las urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo— por temor, indecisión y, en el fondo, por cobardía. Todos estamos llamados, más aún obligados, a afrontar este tremendo desafío de la última década del segundo milenio. Y ello, porque unos peligros ineludibles nos amenazan a todos: una crisis económica mundial, una guerra sin fronteras, sin vencedores ni vencidos. Ante semejante amenaza, la distinción entre personas y Países ricos, entre personas y Países pobres, contará poco, salvo por la mayor responsabilidad de los que tienen más y pueden más.
Pero éste no es el único ni el principal motivo. Lo que está en juego es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia. El panorama actual —como muchos ya perciben más o menos claramente—, no parece responder a esta dignidad. Cada uno está llamado a ocupar su propio lugar en esta campaña pacífica que hay que realizar con medios pacíficos para conseguir el desarrollo en la paz, para salvaguardar la misma naturaleza y el mundo que nos circunda. También la Iglesia se siente profundamente implicada en este camino, en cuyo éxito final espera.
Por eso, siguiendo la Encíclica Populorum progressio del Papa Pablo VI, con sencillez y humildad quiero dirigirme a todos, hombres y mujeres sin excepción, para que, convencidos de la gravedad del momento presente y de la respectiva responsabilidad individual, pongamos por obra, —con el estilo personal y familiar de vida, con el uso de los bienes, con la participación como ciudadanos, con la colaboración en las decisiones económicas y políticas y con la propia actuación a nivel nacional e internacional— las medidas inspiradas en la solidaridad y en el amor preferencial por los pobres. Así lo requiere el momento, así lo exige sobre todo la dignidad de la persona humana, imagen indestructible de Dios Creador, idéntica en cada uno de nosotros.
En este empeño deben ser ejemplo y guía los hijos de la Iglesia, llamados, según el programa enunciado por el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret, a «anunciar a los pobres la Buena Nueva ... a proclamar la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Y en esto conviene subrayar el papel preponderante que cabe a los laicos, hombres y mujeres, como se ha dicho varias veces durante la reciente Asamblea sinodal. A ellos compete animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia
Quiero dirigirme especialmente a quienes por el sacramento del Bautismo y la profesión de un mismo Credo, comparten con nosotros una verdadera comunión, aunque imperfecta. Estoy seguro de que tanto la preocupación que esta Encíclica transmite, como las motivaciones que la animan, les serán familiares, porque están inspiradas en el Evangelio de Jesucristo. Podemos encontrar aquí una nueva invitación a dar un testimonio unánime de nuestras comunes convicciones sobre la dignidad del hombre, creado por Dios, redimido por Cristo, santificado por el Espíritu, y llamado en este mundo a vivir una vida conforme a esta dignidad.
A quienes comparten con nosotros la herencia de Abrahán, «nuestro padre en la fe» (cf. Rom 4, 11 s.), y la tradición del Antiguo Testamento, es decir, los Judíos; y a quienes, como nosotros, creen en Dios justo y misericordioso, es decir, los Musulmanes, dirijo igualmente este llamado, que hago extensivo, también, a todos los seguidores de las grandes religiones del mundo.
El encuentro del 27 de septiembre del año pasado en Asís, ciudad de San Francisco, para orar y comprometernos por la paz —cada uno en fidelidad a la propia profesión religiosa— nos ha revelado a todos hasta qué punto la paz y, su necesaria condición, el desarrollo de «todo el hombre y de todos los hombres», son una cuestión también religiosa, y cómo la plena realización de ambos depende de la fidelidad a nuestra vocación de hombres y mujeres creyentes. Porque depende ante todo de Dios.
48.La Iglesia sabe bien que ninguna realización temporal se identifica con el Reino de Dios, pero que todas ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo anticipar la gloria de ese Reino, que esperamos al final de la historia, cuando el Señor vuelva. Pero la espera no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida social, nacional e internacional, en la medida en que ésta —sobre todo ahora— condiciona a aquélla. Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la historia, para hacer «más humana» la vida de los hombres, se habrá perdido ni habrá sido vano. Esto enseña el Concilio Vaticano II en un texto luminoso de la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal ...; reino que está ya misteriosamente presente en nuestra tierra».
El Reino de Dios se hace, pues, presente ahora, sobre todo en la celebración del Sacramento de la Eucaristía, que es el Sacrificio del Señor. En esta celebración los frutos de la tierra y del trabajo humano —el pan y el vino— son transformados misteriosa, aunque real y substancialmente, por obra del Espíritu Santo y de las palabras del ministro, en el Cuerpo y Sangre del Señor Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, por el cual el Reino del Padre se ha hecho presente en medio de nosotros.
Los bienes de este mundo y la obra de nuestras manos —el pan y el vino— sirven para la venida del Reino definitivo, ya que el Señor, mediante su Espíritu, los asume en sí mismo para ofrecerse al Padre y ofrecernos a nosotros con él en la renovación de su único sacrificio, que anticipa el Reino de Dios y anuncia su venida final.
Así el Señor, mediante la Eucaristía, sacramento y sacrificio, nos une consigo y nos une entre nosotros con un vínculo más perfecto que toda unión natural; y unidos nos envía al mundo entero para dar testimonio, con la fe y con las obras, del amor de Dios, preparando la venida de su Reino y anticipándolo en las sombras del tiempo presente.
Quienes participamos de la Eucaristía estamos llamados a descubrir, mediante este Sacramento, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo en favor del desarrollo y de la paz; y a recibir de él las energías para empeñarnos en ello cada vez más generosamente, a ejemplo de Cristo que en este Sacramento da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13). Como la de Cristo y en cuanto unida a ella, nuestra entrega personal no será inútil sino ciertamente fecunda.
49.En este Año Mariano, que he proclamado para que los fieles católicos miren cada vez más a María, que nos precede en la peregrinación de la fe, y con maternal solicitud intercede por nosotros ante su Hijo, nuestro Redentor, deseo confiar a ella y a su intercesión la difícil coyuntura del mundo actual, los esfuerzos que se hacen y se harán, a menudo con considerables sufrimientos, para contribuir al verdadero desarrollo de los pueblos, propuesto y anunciado por mi predecesor Pablo VI.
Como siempre ha hecho la piedad cristiana, presentamos a la Santísima Virgen las difíciles situaciones individuales, a fin de que, exponiéndolas su Hijo, obtenga de él que las alivie y transforme. Pero le presentamos también las situaciones sociales y la misma crisis internacional, en sus aspectos preocupantes de miseria, desempleo, carencia de alimentos, carrera armamentista, desprecio de los derechos humanos, situaciones o peligros de conflicto parcial o total. Todo esto lo queremos poner filialmente ante sus «ojos misericordiosos», repitiendo una vez más con fe y esperanza la antigua antífona mariana: «Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios. No deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien líbranos siempre de peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».
María Santísima, nuestra Madre y Reina, es la que, dirigiéndose a su Hijo, dice: «No tienen vino» (Jn 2, 3) y es también la que alaba a Dios Padre, porque «derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 52 s.). Su solicitud maternal se interesa por los aspectos personales y sociales de la vida de los hombres en la tierra.
Ante la Trinidad Santísima, confío a María todo lo que he expuesto en esta Carta, invitando a todos a reflexionar y a comprometerse activamente en promover el verdadero desarrollo de los pueblos, como adecuadamente expresa la oración de la Misa por esta intención: «Oh Dios, que diste un origen a todos los pueblos y quisiste formar con ellos una sola familia en tu amor, llena los corazones del fuego de tu caridad y suscita en todos los hombres el deseo de un progreso justo y fraternal, para que se realice cada uno como persona humana y reinen en el mundo la igualdad y la paz».
Al concluir, pido esto en nombre de todos los hermanos y hermanas, a quienes, en señal de benevolencia, envío mi especial Bendición.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de diciembre del año 1987, décimo de mi Pontificado.

Fuente: http://www.multimedios.org/docs/d000419

REZA EL SANTO ROSARIO