SANTA ILEGALIDAD

       Era el 27 de Febrero de 1964, jueves, por la tarde. La aldea eslovaca Likavka hormigueaba de gente llegada de toda la comarca. A las tres en punto, un cortejo fúnebre salió de la iglesia. El ataúd, que llevaban a hombros cuatro obreros en medio de la masa conmovida, aparecía cubierto con un paño litúrgico morado. Lo rodeaban treinta y dos niñas vestidas de blanco. Detrás, rezando, iban el párroco, otros dos sacerdotes y centenares de fieles. Likavka asistía ese día, a la vez, a los funerales y a la primera misa de un paisano suyo que había muerto a consecuencia de un accidente y cuya dignidad sacerdotal había sido ignorada por la población durante casi quince años.
       Sólo después de su muerte, cuando el anciano párroco, con los ojos bañados en lágrimas, se dirigió a la sacristía para escoger su mejor paño litúrgico para cubrir el ataúd, se difundió con la rapidez del relámpago la noticia de que Benjamín, el albañil muerto en accidente, era un cura clandestino. Toda la comarca se puso en movimiento y, la noche anterior al entierro, la iglesia resultó demasiado pequeña para contener a la multitud que velaba rezando en torno al ataúd.
       Padre Benjamín no había podido ni ofrecer el santo sacrificio ni celebrar la primera misa en su iglesia. Era uno de esos héroes desconocidos que habían sido consagrados en el mayor secreto y sin ninguna solemnidad externa. Nadie lo supo nunca; pero ahora ya no había motivo para mantenerlo oculto y que los pocos que lo sabían habían desvelado el secreto, se consideraban obligados a honrar públicamente la dignidad de su paisano. Sus funerales se convirtieron de este modo, en pleno régimen comunista, en una manifestación de fe, de profundo respeto por el sacerdocio y de fidelidad a la Iglesia perseguida.
       Benjamín permaneció fiel a su vocación cuando clausuraron los seminarios en Checoslovaquia. Emitió sus votos al salir del campo de concentración. Por la noche estudiaba bajo la dirección de un conductor de un tranvía, que cada día y a la misma hora y en la misma iglesia rezaba el Oficio divino: era un profesor de teología destituido, cuyo nombre es muy famoso incluso en Occidente.
       Benjamín suspiraba por el altar del Señor, si bien tal vez no podría nunca ofrecer el santo sacrificio en una iglesia. Aspiraba a un sacerdocio en la cruz sin ninguna ventaja ni honor externo. Una vez que alcanzó su meta, no le fue concedido nunca predicar o enseñar el catecismo. Vivía su sacerdocio en el anonimato, como albañil, en medio de su desdichado pueblo. Mediante su sola presencia, su optimismo y su palabra de aliento consolaba a los oprimidos, fortalecía a los débiles y consolidaba a los oprimidos, fortalecía a los débiles y consolidaba la fe vacilante de los perseguidos. Que el callado testimonio de esta vida no había sido inútil lo demostraron los camaradas comunistas que lo llevaron al cementerio a hombros.
       Benjamín, el cura-albañil, fue un luminoso ejemplo para todos, no sólo en el trabajo cotidiano, sino también en su terrible sufrimiento y en su alegre muerte. Un día realizaba su turno en una construcción casi terminada. De repente se produjo un estruendo y todo el piso se vio envuelto en llamas. Todos los demás se pusieron a salvo, pero él fue el último en saltar por la ventana. Cayó a tierra como una antorcha ardiente. Tenía profundas quemaduras hasta los huesos y todavía vivió ocho días. Todos se asombraban de su paciencia y de su alegría. Sufrió tormentos inhumanos. ¿Por qué no se quejaba? ¿Cómo era posible que pudiera bromear todavía con la boca mutilada? Los médicos lo admiraban. Cuando más tarde supieron que era un sacerdote, su admiración se transformó en muda veneración. Y, antes de que le amputaran los brazos, voló radiante hacia Dios. Había seguido su vocación y había cumplido con su misión sacerdotal. Está enterrado en Likavka, un lejano país comunista. En su tumba brotan las primeras flores. Es un ejemplo para todos nosotros.
       Allí donde se destruyen las estructuras de la Iglesia por la fuerza, Dios, eternamente joven, hace nacer nuevas formas de vida y de heroísmo sacerdotal. Cuando la fe está en peligro de muerte no basta con que los ministros de Cristo impartan sólo los sacramentos. Tal vez por ello Dios ha permitido que millares de sacerdotes de allende el telón no puedan ejercer sino muy raramente o casi nunca este elevado ministerio. Sin embargo, continúan siendo sacerdotes hasta la eternidad y deben convertirse en signos vivientes a través de los cuales Dios transmite a las almas su gracia. ¿No es también éste nuestro deber? Jamás y en ninguna parte podrá la Iglesia morir mientras sus sacerdotes den claro e irresistible testimonio de una vida que sólo puede vivirse a través de Cristo y con la fuerza que Dios otorga.
       El padre Benjamín lo ha hecho. Construía puentes hacía Dios. A muchos les ha dado fuerzas y animará a muchísimos con un nuevo espíritu. La vida sacerdotal de este obrero eslovaco, cuya primera misa ha sido a la vez su réquiem, se ha desarrollado con más fecundidad en la opresión que si hubiera transcurrido tranquila al servicio de la Iglesia.
       Pero el padre Benjamín no se habría convertido jamás en sacerdote si tras el telón de acero no existiera una jerarquía secreta que, en santa ilegalidad, se ha retirado a las catacumbas. Una jerarquía que puede aguantar el temporal de la persecución porque no depende de vulnerables formas organizativas que, si bien son dignas de respeto por su antigüedad, se convierten en inútiles y hasta en peligrosas cuando pasan a ser instrumentos en manos de los adversarios de Dios. Mientras en los países comunistas los jóvenes entierran sus ideales socialistas al ritmo de bailables norteamericanos, y mientras el sistema soviético gime bajo el empuje de presiones a las que el propio comunismo no sabe poner remedio, millones de seres esperan el Evangelio. Aquí no sirven los obispos atados al régimen con cadenas de oro; hacen falta apóstoles, purificados en el fuego de la prueba, que proclamen un Evangelio vivido en el fragor de las fábricas o en el silencio de cuatro paredes. La incontrolable penetración de la fuerza vital de Dios a través de las arterias del Cuerpo místico, y no estructuras organizativas minadas por la polilla, del comunismo, es lo que asegura el porvenir de la Iglesia y la convierte en el sagrado Signo al cual, a la larga, los comunistas no podrían resistir.
       Tras el telón de acero la Iglesia vive una doble existencia. Por razones tácticas se la tolera aún como iglesia oficial, pero está bajo el control de los comunistas. Se encuentra relegada al limitado ejercicio del culto litúrgico, se le impide sistemáticamente toda predicación, se la esteriliza mediante la limitación artificial de las vocaciones sacerdotales y se la aísla del pueblo oprimido a causa de la colaboración forzada de una parte de sus dirigentes espirituales. No obstante las iglesias abiertas al culto y los condecorados “sacerdotes de la paz”, la Iglesia no goza de libertad. Está condenada a desaparecer y merece el apelativo de “Iglesia agonizante”.
       Pero, dado que la Iglesia, en virtud de su origen divino, debe desarrollar una actividad propia, no puede contentarse con lo que los ateos están dispuestos a otorgarle. Obedeciendo a Dios antes que a los hombres, se retira a las catacumbas para vivir su vida en santa ilegalidad. Del florecimiento y actividad de esta Iglesia de las catacumbas nos informa un obispo ilegalmente consagrado.
        “Comienzo por uno de los golpes más duros que la Iglesia perseguida ha debido sufrir: la supresión de las Órdenes religiosas y el arresto de todos sus miembros. Yo era entonces estudiante de teología. A medianoche, la policía entró en el seminario, nos amontonó en autocares y nos condujo a un destino desconocido.
       En este momento yo creí que todo mi porvenir religioso estaba destruido y que mi ideal, el sacerdocio, se había hecho pedazos. Este ideal me había exigido muchos sacrificios y ahora me acercaba a la meta. Según todo lo que habíamos visto y vivido, no sabíamos si nos iban a matar o deportar a Siberia. En todo caso, nuestra ordenación no parecía ya pertenecer al ámbito de lo posible. Dios me tranquilizaba, sin embargo, con la frase de la Escritura: “¿No era necesario que Cristo soportase estos sufrimientos para entrar en su gloria?” El misterio de la cruz se revelaba bruscamente con una nueva luz: un misterio que nosotros habríamos de poder profundizar más en el campo de concentración.
       Estábamos 700 sacerdotes y religiosos en el mismo campo. Al principio, los sacerdotes se sentían como peces fuera del agua, porque les era imposible administrar los sacramentos y ejercer su ministerio. Pero nosotros comprendimos muy pronto que no éramos sino servidores del único Pontífice, que celebró su misa en el Calvario para salvar al mundo. De este modo comprendimos nuestra verdadera vocación. Lo que fue un infierno al principio, se convirtió en un verdadero paraíso. Aprendimos que la tarea principal de la Iglesia no consiste en la predicación, la enseñanza, la construcción de iglesias, y en el logro de éxitos, sino en el sufrimiento. Porque todavía ahora el Señor quiere sufrir en su Cuerpo místico por la redención del mundo.
       Una vez liberado del campo de concentración, busqué el medio de recibir la ordenación sacerdotal. Esto no era fácil porque todos los obispos estaban en prisión o confinados en una residencia obligada y estrechamente vigilada. Después de una larga búsqueda me fue posible, finalmente, recibir la ordenación en un hospital. Eso se hizo de una forma muy primitiva. Si hubiese hecho mis estudios en un seminario normal, la gracia del sacerdocio habría venido a mi encuentro como si yo tuviese derecho a ella después de tantos años de estudio y preparación. Ahora que recibía la ordenación en circunstancias humanamente inverosímiles, yo sentía en qué medida era esta gracia excepcional e inmerecida, como si no fuese el obispo, sino Dios mismo, el que me imponía las manos.
       Después de mi ordenación expedí el telegrama siguiente: “Operación, un éxito; enfermo puede recibir visitas”. Era el signo convenido para que otros candidatos al sacerdocio pudieran presentarse. Mi primera tarea fue la organización de las ordenaciones sacerdotales en el hospital, y más tarde en la montaña o en la intimidad de una familia de confianza. Algunos meses más tarde me fue impuesta la carga secreta del episcopado. Dios me ha ayudado siempre. Era emocionante ver a los candidatos que afluían de todas partes: casi todos obreros, porque todos los intelectuales católicos convencidos habían sido enviados a las fábricas; como obreros, habían tenido tiempo y ocasión de prepararse para la ordenación por el estudio privado. Cuando ungía sus manos callosas veía en su mirada resplandeciente que estaban dispuestos a morir por Dios. Después de la ordenación solía yo decirles: “Mis queridos hermanos, ¿qué acaba de suceder con vosotros? Ahora debéis volver a la fábrica y tomar de nuevo vuestros pesado utensilios de trabajo. Pero a partir de este instante vuestras manos están bendecidas. Son manos de sacerdote. Aunque no podáis subir nunca al altar, vuestro trabajo será un trabajo sacerdotal”.
       ¡Qué emoción oír decir a hombres casados: “La iglesia necesita sacerdotes. Los sacerdotes oficialmente ordenados están en prisión, tienen prohibición de ejercer su ministerio o están bajo un severo control. Nosotros estamos prestos a tomar el relevo. Estamos dispuestos a vivir en continencia! ¿Qué debemos hacer?”
       Todavía hace muy poco tiempo un obispo clandestino me informó que, pese a dificultades inimaginables, el número de candidatos al sacerdocio era ahora más elevado que nunca. Después de su ordenación santifican el entorno en el que trabajan. Sin hacerse conocer como sacerdotes, son el alma del medio en que se mueven, e instruyen a sus compañeros, porque a los sacerdotes que ejercen todavía su apostolado se les impide cumplir esta tarea.
       ¡Qué alegría más profunda poder trabajar por Dios en semejantes circunstancias! ¡Qué consuelo ver cuántos hogares aceptan gozosamente el riesgo de sufrir persecución y de ser destruidos por el Gobierno a causa de su colaboración a este apostolado clandestino! ¡Qué emoción cuando se oye al padre de familia que dice, tras la misa celebrada en la cocina o en la buhardilla: “¡Este es el día más bello en la historia de nuestra familia, porque Jesús mismo fue nuestro huésped!”
       Una de las experiencias más prometedoras que hemos hecho en Europa oriental es la constatación aleccionadora de que el sacerdocio de la Iglesia posee fuerza vital suficiente para superar en circunstancias excepcionales el ámbito del culto y hacer acto de presencia, bajo nuevas formas, en un mundo alejado de Dios. El experimento resulta, sin duda alguna, peligroso, y la experiencia nos ha enseñado que ningún sacerdote debe arriesgarse a afrontar por propia iniciativa esta manera de vivir. Según las palabras del papa Pablo VI, sólo aquellos que están convencidos de que el primer deber del sacerdote es no el dialogar o el ser sacerdote-obrero, sino el orientar toda su vida sacerdotal al santo sacrificio de la Eucaristía, podrán confiar en la ayuda de Dios si son llamados a la amarga vocación del sacerdocio obrero. Esto aparece con claridad en la siguiente carta: “Soy sacerdote-obrero en Checoslovaquia. Uno de los centenares de sacerdotes que fueron obligados a colgar la sotana en el perchero porque el Estado nos juzgó ineptos para el apostolado. Penosamente llevamos la cruz que nos ha sido impuesta. Nuestra vida está desprovista de todo romanticismo. Antes del alba celebramos solos la santa misa, y por la tarde, muertos de fatiga, recitamos el breviario. Es nuestro único apoyo. Si abandonamos esto, estamos perdidos. La satisfacción espiritual, que está habitualmente ligada al sacerdocio, nos falta. No nos sentimos reconfortados por la presencia de fieles que celebran con nosotros el santo sacrificio de la misa. Nunca bautizamos un niño. No podemos hablar de Dios con los jóvenes, ni conducir a las almas por el camino de la santidad. Gracias a Dios, la mayoría de nosotros conserva todavía a su madre. Son nuestros ángeles custodios en las tentaciones, a menudo tremendamente duras. Comparten nuestra habitación y nuestros sentimientos. Nos ayudan a seguir fieles a los compromisos que hemos adquirido libremente y de los cuales podríamos tal vez solicitar la dispensa con mayor razón que muchos colegas de Occidente, cuya infidelidad nos es triunfalmente puesta como ejemplo por los comunistas. Que Dios nos ayude a no seguir este ejemplo.
       Después de nuestras madres, nuestro mayor apoyo lo constituyen los libros de teología. Nos los prestamos mutuamente y copiamos capítulos enteros –aún cuando está prohibido como delito de propaganda religiosa- y nos sentimos felices como niños cuando nuestros amigos de Occidente nos envían una par de libros nuevos. Estos libros nos preservan del embotamiento y de la demencia que se ha apoderado del espíritu de algunos de nosotros.
       En las fábricas donde trabajamos saben que somos sacerdotes. Muchos de ellos son ahora favorables a la Iglesia al haber encontrado en el trabajo a un cura-obrero al que han considerado como un “buen muchacho”. Muchos de nosotros, que consideran su vida entre los trabajadores como una gracia, se preparan ya para la hora en la que puedan anunciar a Cristo no sólo con su actividad silenciosa, sino también con la predicación y la enseñanza. Aprovechan sus pocas horas libres para estudiar. Hacen grandes sacrificios para seguir el movimiento teológico iniciado por el Concilio. Un día, la Iglesia tendrá nuevamente necesidad de nosotros. En esta diócesis mueren veinte sacerdotes cada año, mientras sólo se ordenan dos. En todo el país disminuye el número de ordenaciones sacerdotales en un 12 por 100. Nuestro clero activo tiene una edad media de setenta y seis años. Con cálculo matemático se puede establecer cuándo se habrán extinguido los sacerdotes. Por ello rogamos todos los días al Señor para que abrevie el tiempo de la prueba y conceda libertad a la Iglesia antes de que seamos demasiado viejos.
       Los pocos de nosotros que han podido volver a la cura de almas han establecido con sus colegas un nuevo modelo de relación. Están dispuestos a compartir su vida y su trabajo con otros. Saben por experiencia que los laicos deben santificarse en su trabajo y que pueden predicar eficazmente a Cristo siempre que su vida esté impregnada de su fe y amor. De este modo, el apostolado de estos colegas recibe un aire de optimismo renovado. Están muy abiertos a las exigencias pastorales que el Concilio impone a los sacerdotes modernos.
       Ello vale especialmente para todos aquellos que vienen de la cárcel. Alguno, con una extraordinaria autodisciplina y un severo plan de oración, meditación y trabajo manual, ha aprovechado el tiempo y vencido así el aburrimiento y la desesperación. Un amigo mío, que pasó seis años en una celda, preparaba cada tarde un sermón que nunca habría de pronunciar. Como distracción, solía dedicar una hora al día a inventar comedias. El resto del tiempo lo pasó rezando, durmiendo y esforzándose en amar a sus carceleros. Ello le ha conferido una vida interior tal, que todas sus palabras ostentan una profundidad singular.
       Lo mismo que él, muchos sacerdotes-obreros han iniciado una nueva relación con los comunistas, y han procurado amarlos sinceramente, con alma y corazón. Y han descubierto la victoriosa fuerza del amor que los convertía en hermanos de aquellos que los despreciaban y torturaban. Ellos saben que la burlona pregunta de los comunistas: “¿Dónde está ese amor que la Iglesia predica desde hace dos mil años?”, en el fondo es la pregunta por Dios, pues Dios es el AMOR. Y ningún comunista de buena fe puede resistir un encuentro con este amor. Y a menudo ocurre que un comunista vuelve en secreto a encontrar a Dios porque un sacerdote-obrero lo había amado calladamente”.

EL LAMENTO DE LOS ABANDONADOS

        (........) Muchas de las posturas que actualmente se adoptan bajo la bandera del aggiornamento no son otra cosa que el intento, una y otra vez delatado por el papa Pablo, de relativizar los dogmas, las leyes, la instituciones y tradiciones de la Iglesia según el espíritu del mundo. Mucho de cuanto actualmente acontece no es una reforma, sino una deformación, una traición a Cristo y lo contrario de la conversión, que es condición indispensable para nuestra salvación.
       A nosotros nos afecta una gran responsabilidad. Tenemos el Evangelio, los sacramentos y la voz amonestadora de la Iglesia. Gracias a una tradición secular sabemos mejor que otros la diferencia entre el bien y el mal. Más que otros estamos obligados a una vida sin mancilla, al amor al prójimo, a la oración y al celo apostólico. De nosotros, en efecto, puede depender que Cristo sea bendecido o maldecido por los hombres y por los pueblos, que lo han de conocer sólo a través de nuestro ejemplo. A todos nosotros se refieren las palabras “vosotros sois la sal de la tierra”. Si la sal pierde su sabor, será arrojada. Esto ha sucedido a menudo y podrá repetirse también con nosotros.
       Pese a la magnífica renovación que nos ha traído el Concilio, estoy profundamente alarmado por la tendencia al libre pensamiento que se advierte en el catolicismo. Y me asusta un cristianismo que adapta las exigencias de Dios a la debilidad humana, en vez de alzarse cotidianamente del pecado con corazón arrepentido.
       Desgraciadamente, nuestro cristianismo es menos perfecto de lo que se imaginan nuestros hermanos perseguidos. Si continuamos abusando de nuestra libertad para conciliar las exigencias de Cristo con el espíritu de este mundo, aniquilaremos las últimas esperanzas de estos hermanos. Igual que fue aniquilada la esperanza de un sacerdote checoslovaco al que, durante la primavera de Praga, invité a pasar dos meses en la Europa occidental. Es inteligente, piadoso, habla cinco lenguas y ha pasado doce años en la cárcel. Visitó seis países para conocer la Iglesia del mundo libre. Oyó mucho, leyó mucho y habló poco. Pero, al irse, emitió de nosotros el siguiente juicio:
        “Estuve doce años en la cárcel porque quería permanecer fiel a la Iglesia de Roma. Me torturaron porque no renegué del Papa. Perdí todo por la fe. Pero esta fe me dio una paz y una seguridad que convirtieron esos años de sufrimientos en los años más preciosos de mi vida. Vosotros habéis perdido la paz de Dios. Vosotros habéis socavado la fe hasta el punto de que ya no ofrece ninguna seguridad. En vuestra libertad, habéis rechazado la razón de nuestro sufrimiento bajo la opresión. El Occidente me ha desilusionado. Antes que permanecer con vosotros, prefiero otros doce años en una cárcel comunista”.
       Este juicio, al generalizar, resulta demasiado duro. Pero debe hacernos reflexionar, porque traduce la opinión de una parte importante de la Iglesia que no se permite dudosos comentarios sobre el Concilio, sino que está purificada por las lágrimas del martirio. Y los corazones puros ven, sin duda, la verdad de Dios mucho mejor que ciertos profesores presuntuosos.

       Textos procedentes del libro “Dios llora en la Tierra” de Werenfried Van Straaten (q.e.d.) fundador de la obra “Ayuda a la Iglesia Necesitada”.

En reconocimiento a los mártires y a los fieles en situaciones extremas, ángeles guardianes y custodios de la fe, ejemplos vivos.

ORACIÓN AL ANGEL DE LA GUARDA

Angel de la paz, Angel de la Guarda, a quien soy encomendado,
mi defensor, mi vigilante centinela;
gracias te doy, que me libraste de muchos daños  del cuerpo y del alma.
Gracias te doy, que estando durmiendo, me velaste, y despierto, me encaminaste;
al oído, con santas inspiraciones me avisaste.
Perdóname, amigo mío, mensajero del cielo,
consejero, protector y fiel guarda mía;
muro fuerte de mi alma, defensor y compañero celestial.
En mis desobediencias, vilezas y descortesías,
ayúdame y guárdame siempre de noche y de día.
Amén.
Padrenuestro y Avemaría


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