IV - LA PARÁBOLA DEL HIJO PRODIGO
5. Analogía
Ya en los umbrales del Nuevo Testamento resuena en el evangelio de San Lucas
una correspondencia singular entre dos términos referentes a la misericordia
divina, en los que se refleja intensamente toda la tradición
veterotestamentaria. Aquí hallan expresión aquellos contenidos semánticos
vinculados a la terminología diferenciada de los Libros Antiguos. He ahí a María
que, entrando en casa de Zacarías, proclama con toda su alma la grandeza del
Señor «por su misericordia», de la que «de generación en
generación» se hacen partícipes los hombres que viven en el temor de Dios.
Poco después, recordando la elección de Israel, ella proclama la misericordia,
de la que «se recuerda» desde siempre el que la escogió a ella 60.
Sucesivamente, al nacer Juan Bautista, en la misma casa su padre Zacarías,
bendiciendo al Dios de Israel, glorifica la misericordia que ha concedido «a
nuestros padres y se ha recordado de su santa alianza» 61.
En las enseñanzas de Cristo mismo, esta imagen heredada del Antiguo
Testamento se simplifica y a la vez se profundiza. Esto se ve quizá con más
evidencia en la parábola del hijo pródigo,62 donde la esencia de la
misericordia divina, aunque la palabra «misericordia» no se encuentre allí, es
expresada de manera particularmente límpida. A ello contribuye no sólo la
terminología, como en los libros veterotestamentarios, sino la analogía que
permite comprender más plenamente el misterio mismo de la misericordia en cuanto
drama profundo, que se desarrolla entre el amor del padre y la prodigalidad y el
pecado del hijo.
Aquel hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde y
abandona la casa para malgastarla en un país lejano, «viviendo disolutamente»,
es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquél que
primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. La
analogía en este punto es muy amplia. La parábola toca indirectamente toda clase
de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado. En
esta analogía se pone menos de relieve la infidelidad del pueblo de Israel,
respecto a cuanto ocurría en la tradición profética, aunque también a esa
infidelidad se puede aplicar la analogía del hijo pródigo. Aquel hijo, «cuando
hubo gastado todo..., comenzó a sentir necesidad», tanto más cuanto que
sobrevino una gran carestía «en el país», al que había emigrado después de
abandonar la casa paterna. En este estado de cosas «hubiera querido saciarse»
con algo, incluso «con las bellotas que comían los puercos» que él mismo
pastoreaba por cuenta de «uno de los habitantes de aquella región». Pero también
esto le estaba prohibido.
La analogía se desplaza claramente hacia el interior del hombre. El
patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes
materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de
hijo en la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando ya había
perdido los bienes materiales, le debía hacer consciente, por necesidad, de la
pérdida de esa dignidad. El no había pensado en ello anteriormente, cuando pidió
a su padre que le diese la parte de patrimonio que le correspondía, con el fin
de marcharse. Y parece que tampoco sea consciente ahora, cuando se dice a sí
mismo: «¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan en abundancia y
yo aquí me muero de hambre!». El se mide a sí mismo con el metro de los
bienes que había perdido y que ya «no posee», mientras que los asalariados en
casa de su padre los «poseen». Estas palabras se refieren ante todo a una
relación con los bienes materiales. No obstante, bajo estas palabras se esconde
el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a
perder.
Es entonces cuando toma la decisión: «Me levantaré e iré a mi padre y le
diré: Padre, he pecado, contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser
llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros»63.
Palabras, éstas, que revelan más a fondo el problema central. A través de la
compleja situación material, en que el hijo pródigo había llegado a encontrarse
debido a su ligereza, a causa del pecado, había ido madurando el sentido de la
dignidad perdida. Cuando él decide volver a la casa paterna y pedir a su padre
que lo acoja -no ya en virtud del derecho de hijo, sino en condiciones de
mercenario- parece externamente que obra por razones del hambre y de la miseria
en que ha caído; pero este motivo está impregnado por la conciencia de una
pérdida más profunda: ser un jornalero en la casa del propio padre es
ciertamente una gran humillación y vergüenza. No obstante, el hijo pródigo está
dispuesto a afrontar tal humillación y vergüenza. Se da cuenta de que ya no
tiene ningún otro derecho, sino el de ser mercenario en la casa de su padre. Su
decisión es tomada en plena conciencia de lo que merece y de aquello a lo que
puede aún tener derecho según las normas de la justicia. Precisamente este
razonamiento demuestra que, en el centro de la conciencia del hijo pródigo,
emerge el sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la
relación del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino.
En la parábola del hijo pródigo no se utiliza, ni siquiera una sola vez, el
término «justicia»; como tampoco, en el texto original, se usa la palabra
«misericordia»; sin embargo, la relación de la justicia con el amor, que se
manifiesta como misericordia está inscrito con gran precisión en el contenido de
la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se transforma en
misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa y
a veces demasiado estrecha. El hijo pródigo, consumadas las riquezas recibidas
de su padre, merece -a su vuelta- ganarse la vida trabajando como jornalero en
la casa paterna y eventualmente conseguir poco a poco una cierta provisión de
bienes materiales; pero quizá nunca en tanta cantidad como había malgastado.
Tales serían las exigencias del orden de la justicia; tanto más cuanto que aquel
hijo no sólo había disipado la parte de patrimonio que le correspondía, sino que
además había tocado en lo más vivo y había ofendido a su padre con su conducta.
Esta, que a su juicio le había desposeído de la dignidad filial, no podía ser
indiferente a su padre; debía hacerle sufrir y en algún modo incluso implicarlo.
Pero en fin de cuentas se trataba del propio hijo y tal relación no podía ser
alienada, ni destruida por ningún comportamiento. El hijo pródigo era consciente
de ello y es precisamente tal conciencia lo que le muestra con claridad la
dignidad perdida y lo que le hace valorar con rectitud el puesto que podía
corresponderle aún en casa de su padre.
6. Reflexión particular sobre la dignidad humana
Esta imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite
comprender con exactitud en qué consiste la misericordia divina. No hay lugar a
dudas de que en esa analogía sencilla pero penetrante la figura del progenitor
nos revela a Dios como Padre. El comportamiento del padre de la parábola, su
modo de obrar que pone de manifiesto su actitud interior, nos permite hallar
cada uno de los hilos de la visión veterotestamentaria de la misericordia, en
una síntesis completamente nueva, llena de sencillez y de profundidad. El padre
del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía
por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata
prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el
patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella
fiesta tan generosa respecto al disipador después de su vuelta, de tal manera
que suscita contrariedad y envidia en el hermano mayor, quien no se había
alejado nunca del padre ni había abandonado la casa.
La fidelidad a sí mismo por parte del padre -un comportamiento ya conocido
por el término veterotestamentario «hesed»- es expresada al mismo tiempo de
manera singularmente impregnada de amor. Leemos en efecto que cuando el padre
divisó de lejos al hijo pródigo que volvía a casa, «le salió conmovido al
encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó»64 . Está
obrando ciertamente a impulsos de un profundo afecto, lo cual explica también su
generosidad hacia el hijo, aquella generosidad que indignará tanto al hijo
mayor. Sin embargo las causas de la conmoción hay que buscarlas más en
profundidad. Sí, el padre es consciente de que se ha salvado un bien
fundamental: el bien de la humanidad de su hijo. Si bien éste había malgastado
el patrimonio, no obstante ha quedado a salvo su humanidad. Es más, ésta ha sido
de algún modo encontrada de nuevo. Lo dicen las palabras dirigidas por el padre
al hijo mayor: «Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo
había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido
hallado»65.
En el mismo capítulo XV del evangelio de san Lucas, leemos la parábola de la
oveja extraviada66 y sucesivamente de la dracma perdida67.
Se pone siempre de relieve la misma alegría, presente en el caso del hijo
pródigo. La fidelidad del padre a sí mismo está totalmente centrada en la
humanidad del hijo perdido, en su dignidad. Así se explica ante todo la alegre
conmoción por su vuelta a casa.
Prosiguiendo, se puede decir por tanto que el amor hacia el hijo, el amor que
brota de la esencia misma de la paternidad, obliga en cierto sentido al padre a
tener solicitud por la dignidad del hijo. Esta solicitud constituye la medida de
su amor, como escribirá san Pablo: «La caridad es paciente, es benigna...,
no es interesada, no se irrita..., no se alegra de la injusticia, se complace en
la verdad..., todo lo espera, todo lo tolera» y «no pasa
jamás»68. La misericordia -tal como Cristo nos la ha presentado
en la parábola del hijo pródigo- tiene la forma interior del amor, que en el
Nuevo Testamento se llama ágape. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo
pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado.
Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado,
sino como hallado de nuevo y «revalorizado». El padre le manifiesta,
particularmente, su alegría por haber sido «hallado de nuevo» y por «haber
resucitado». Esta alegría indica un bien inviolado: un hijo, por más que sea
pródigo, no deja de ser hijo real de su padre; indica además un bien hallado de
nuevo, que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí
mismo.
Lo que ha ocurrido en la relación del padre con el hijo, en la parábola de
Cristo, no se puede valorar «desde fuera». Nuestros prejuicios en torno al tema
de la misericordia son a lo más el resultado de una valoración exterior. Ocurre
a veces que, siguiendo tal sistema de valoración, percibimos principalmente en
la misericordia una relación de desigualdad entre el que la ofrece y el que la
recibe. Consiguientemente estamos dispuestos a deducir que la misericordia
difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre. La parábola del hijo
pródigo demuestra cuán diversa es la realidad: la relación de misericordia se
funda en la común experiencia de aquel bien que es el hombre, sobre la común
experiencia de la dignidad que le es propia. Esta experiencia común hace que el
hijo pródigo comience a verse a sí mismo y sus acciones con toda verdad
(semejante visión en la verdad es auténtica humildad); en cambio para el padre,
y precisamente por esto, el hijo se convierte en un bien particular: el padre ve
el bien que se ha realizado con una claridad tan límpida, gracias a una
irradiación misteriosa de la verdad y del amor, que parece olvidarse de todo el
mal que el hijo había cometido.
La parábola del hijo pródigo expresa de manera sencilla, pero profunda la
realidad de la conversión. Esta es la expresión más concreta de la obra del amor
y de la presencia de la misericordia en el mundo humano. El significado
verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en la
mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico
o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio,
cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes
en el mundo y en el hombre. Así entendida, constituye el contenido fundamental
del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión. Así
entendían también y practicaban la misericordia sus discípulos y seguidores.
Ella no cesó nunca de revelarse en sus corazones y en sus acciones, como una
prueba singularmente creadora del amor que no se deja «vencer por el
mal», sino que «vence con el bien al mal»69.
Es necesario que el rostro genuino de la misericordia sea siempre develado de
nuevo. No obstante múltiples prejuicios, ella se presenta particularmente
necesaria en nuestros tiempos.
V - EL MISTERIO PASCUAL
7. Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección
El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con
la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este
acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido
mysterium paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la
misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra
salvación. En este punto de nuestras consideraciones, tendremos que acercarnos
más aún al contenido de la Encíclica Redemptor Hominis . En efecto, si
la realidad de la redención, en su dimensión humana desvela la grandeza inaudita
del hombre, que mereció tener tan gran Redentor 70 , al mismo tiempo
yo diría que la dimensión divina de la redención nos permite, en el momento más
empírico e «histórico», desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa
atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del
Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el
«principio» elegidos, en este Hijo, para la gracia y la gloria.
Los acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní,
introducen en todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia, en
la misión mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que «pasó haciendo
el bien y sanando»71, «curando toda clase de dolencias y
enfermedades»72, él mismo parece merecer ahora la más grande
misericordia y apelarse a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado,
condenado, flagelado, coronado de espinas; cuando es clavado en la cruz y expira
entre terribles tormentos.73
Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres,
a quienes ha hecho el bien, y no la recibe. Incluso aquellos que están más
cercanos a El, no saben protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores.
En esta etapa final de la función mesiánica se cumplen en Cristo las palabras
pronunciadas por los profetas, sobre todo Isaías, acerca del Siervo de Yahvé:
«por sus llagas hemos sido curados»74 .
Cristo, en cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto
de los Olivos y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha
predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras.
Pero no le es ahorrado -precisamente a él- el tremendo sufrimiento de la muerte
en cruz: «a quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por
nosotros»75 , escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras
toda la profundidad del misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la
realidad de la redención. Justamente esta redención es la revelación última y
definitiva de la santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección:
plenitud de la justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor,
mana de él y tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo -en el hecho de
que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo «hizo pecado por
nosotros»76- se expresa la justicia absoluta, porque Cristo
sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es
incluso una «sobreabundancia» de la justicia, ya que los pecados del hombre son
«compensados» por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que
es propiamente justicia «a medida» de Dios, nace toda ella del amor: del amor
del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto
la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es «a medida» de Dios, porque
nace del amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación. La
dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del
pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre,
gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad,
que viene de Dios. De este modo, la redención comporta la revelación de la
misericordia en su plenitud.
El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la
misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia
en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el
hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al
hombre, y no solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá
descubrir en El la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como
también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del
hombre, a la verdad y al amor.
La dimensión divina del misterio pascual llega sin embargo a mayor
profundidad aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene su
último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el
hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno
designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en
estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la
existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por El a la existencia en
el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo aún que el de Creador.
Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma
de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el que ama, desea darse a sí
mismo.
La Cruz de Cristo sobre el Calvario surge en el camino de aquel admirabile
commercium, de aquel admirable comunicarse de Dios al hombre en el que está
contenida a su vez la llamada dirigida al hombre, a fin de que, donándose a sí
mismo a Dios y donando consigo mismo todo el mundo visible, participe en la vida
divina, y para que como hijo adoptivo se haga partícipe de la verdad y del amor
que está en Dios y proviene de Dios. Justamente en el camino de la elección
eterna del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, se alza en la historia
la Cruz de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto «luz de luz, Dios verdadero de
Dios verdadero»77, ha venido para dar el testimonio último de la
admirable alianza de Dios con la humanidad, de Dios con el hombre, con todo
hombre. Esta alianza tan antigua como el hombre -se remonta al misterio mismo de
la creación- restablecida posteriormente en varias ocasiones con un único pueblo
elegido, es asimismo la alianza nueva y definitiva, establecida allí, en el
Calvario, y no limitada ya a un único pueblo, a Israel, sino abierta a todos y
cada uno.
¿Qué nos está diciendo pues la cruz de Cristo, que es en cierto sentido
la última palabra de su mensaje y de su misión mesiánica? Y sin embargo
ésta no es aún la última palabra del Dios de la alianza: esa palabra será
pronunciada en aquella alborada, cuando las mujeres primero y los Apóstoles
después, venidos al sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y
proclamarán por vez primera: «Ha resucitado». Ellos lo repetirán a los
otros y serán testigos de Cristo resucitado. No obstante, también en esta
glorificación del hijo de Dios sigue estando presente la cruz, la cual -a través
de todo el testimonio mesiánico del hombre-Hijo- que sufrió en ella la muerte,
habla y no cesa nunca de decir que Dios-Padre, que es absolutamente fiel a su
eterno amor por el hombre, ya que «tanto amó al mundo -por tanto al hombre
en el mundo- que le dio a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera,
sino que tenga la vida eterna»78. Creer en el Hijo crucificado
significa «ver al Padre»79, significa creer que el amor está
presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que
el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa
creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del
amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y
actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al
hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle
«perecer en la gehena»80.
8. Amor más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado
La cruz de Cristo en el Calvario es asimismo testimonio de la fuerza del mal
contra el mismo Hijo de Dios, contra aquél que, único entre los hijos de los
hombres, era por su naturaleza absolutamente inocente y libre de pecado, y cuya
venida al mundo estuvo exenta de la desobediencia de Adán y de la herencia del
pecado original. Y he aquí que, precisamente en El, en Cristo, se hace justicia
del pecado a precio de su sacrificio, de su obediencia «hasta la muerte»
81. Al que estaba sin pecado, «Dios lo hizo pecado en favor
nuestro» 82. Se hace también justicia de la muerte que, desde
los comienzos de la historia del hombre, se había aliado con el pecado. Este
hacer justicia de la muerte se lleva a cabo bajo el precio de la muerte del que
estaba sin pecado y del único que podía -mediante la propia muerte- infligir la
muerte a la misma muerte 83. De este modo la cruz de Cristo, sobre la
cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también
una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al
encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre:
al encuentro del pecado y de la muerte.
La cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo
lo que el hombre de -modo especial en los momentos difíciles y dolorosos- llama
su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas
más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el
final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la sinagoga de
Nazaret y repitió más tarde ante los enviados de Juan Bautista 85.
Según las palabras ya escritas en la profecía de Isaías 86, tal
programa consistía en la revelación del amor misericordioso a los pobres, los
que sufren, los prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los pecadores. En el
misterio pascual es superado el límite del mal múltiple, del que se hace
partícipe el hombre en su existencia terrena: la cruz de Cristo, en efecto, nos
hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en
la muerte; y así la cruz se convierte en un signo escatológico. Solamente en el
cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el amor
vencerá en todos los elegidos las fuentes mas profundas del mal, dando como
fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad
gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico esta encerrado ya en la
cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo «ha resucitado al
tercer día» 87constituye el signo final de la misión mesiánica,
signo que corona la entera revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto
al mal. Esto constituye a la vez el signo que preanuncia «un cielo nuevo y
una tierra nueva» 88, cuando Dios «enjugará las lágrimas de
nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni afán, porque las cosas
de antes han pasado» 89.
En el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará como amor,
mientras que en la temporalidad, en la historia del hombre -que es a la vez
historia de pecado y de muerte- el amor debe revelarse ante todo como
misericordia y actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de Cristo,
-programa de misericordia- se convierte en el programa de su pueblo, el de su
Iglesia. Al centro del mismo está siempre la cruz, ya que en ella la revelación
del amor misericordioso alcanza su punto culminante. Mientras «las cosas de
antes no hayan pasado»90 , la cruz permanecerá como ese
«lugar», al que aún podrían referirse otras palabras del Apocalipsis de
Juan: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre
la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo»91 . De
manera particular Dios revela asimismo su misericordia, cuando invita al hombre
a la «misericordia» hacia su Hijo, hacia el Crucificado.
Cristo, en cuanto crucificado, es el Verbo que no pasa 92 ; es el
que está a la puerta y llama al corazón de todo hombre 93, sin
coartar su libertad, tratando de sacar de esa misma libertad el amor que es no
solamente un acto de solidaridad con el Hijo del Hombre que sufre, sino también,
en cierto modo, «misericordia» manifestada por cada uno de nosotros al Hijo del
Padre eterno. En este programa mesiánico de Cristo, en toda la revelación de la
misericordia mediante la cruz, ¿cabe quizá la posibilidad de que sea mayormente
respetada y elevada la dignidad del hombre, dado que él, experimentando la
misericordia, es también en cierto sentido el que «manifiesta contemporáneamente
la misericordia»?
En definitiva, ¿no toma quizá Cristo tal posición respecto al hombre, cuando
dice: «cada vez que habéis hecho estas cosas a uno de éstos.... lo habéis
hecho a mí»?94 Las palabras del sermón de la montaña:
«Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán
misericordia»95, ¿no constituyen en cierto sentido una síntesis
de toda la Buena Nueva, de todo el «cambio admirable» (admirabile commercium) en
ella encerrado, que es una ley sencilla, fuerte y «dulce» a la vez de la misma
economía de la salvación? Estas palabras del sermón de la montaña, al hacer ver
las posibilidades del «corazón humano» en su punto de partida («ser
misericordiosos»), ¿no revelan quizá, dentro de la misma perspectiva, el
misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo la justicia, abre el camino a la
misericordia, que a su vez revela la perfección de la justicia?
El misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación del inescrutable
misterio de Dios. Precisamente entonces se cumplen hasta lo último las palabras
pronunciadas en el Cenáculo: «Quien me ha visto a mí, ha visto al
Padre»96 . Efectivamente, Cristo, a quien el Padre «no
perdonó»97 en bien del hombre y que en su pasión así como en el
suplicio de la cruz no encontró misericordia humana, en su resurrección ha
revelado la plenitud del amor que el Padre nutre por El y, en El, por todos los
hombres. «No es un Dios de muertos, sino de vivos»98. En su
resurrección Cristo ha revelado al Dios de amor misericordioso, precisamente
porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto -cuando
recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte- nuestra fe y nuestra
esperanza se centran en el Resucitado: en Cristo que «la tarde de aquel
mismo día, el primero después del sábado .. se presentó en medio de ellos» en el
Cenáculo, donde estaban los discípulos,... alentó sobre ellos y les dijo:
recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados
y a quienes los retengáis les serán retenidos»99.
Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha experimentado de manera
radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más
fuerte que la muerte. Y es también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al
término -y en cierto sentido, más allá del término- de su misión mesiánica, se
revela a sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo amor que,
en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la Iglesia, debe
confirmarse perennemente más fuerte que el pecado. El Cristo pascual es la
encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente:
histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo espíritu, la liturgia
del tiempo pascual pone en nuestros labios las palabras del salmo: «Cantaré
eternamente las misericordias del Señor»100.
9. La Madre de la misericordia
En estas palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la plenitud de su
contenido profético las ya pronunciadas por María durante la visita hecha a
Isabel, mujer de Zacarías: «Su misericordia de generación en
generación»101. Ellas, ya desde el momento de la encarnación,
abren una nueva perspectiva en la historia de la salvación. Después de la
resurrección de Cristo, esta perspectiva se hace nueva en el aspecto histórico
y, a la vez, lo es en sentido escatológico. Desde entonces se van sucediendo
siempre nuevas generaciones de hombres dentro de la inmensa familia humana, en
dimensiones crecientes; se van sucediendo además nuevas generaciones del Pueblo
de Dios, marcadas por el estigma de la cruz y de la resurrección,
«selladas»102 a su vez con el signo del misterio pascual de
Cristo, revelación absoluta de la misericordia proclamada por María en el umbral
de la casa de su pariente: «su misericordia de generación en
generación»103.
Además María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado
-como nadie- la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible
con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la
misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con la cruz de
su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calvario. Este sacrificio suyo
es una participación singular en la revelación de la misericordia, es decir, en
la absoluta fidelidad de Dios al propio amor, a la alianza querida por El desde
la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con el pueblo, con la
humanidad; es la participación en la revelación definitivamente cumplida a
través de la cruz. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el
misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con
el amor: el «beso» dado por la misericordia a la justicia 104. Nadie
como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión
verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante
la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con
su «fiat» definitivo.
María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia
divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también
Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina
misericordia; en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado
teológico, porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su
personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados
acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después,
aquella misericordia de la que «por todas la
generaciones»105nos hacemos partícipes según el eterno designio
de la Santísima Trinidad.
Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan no
obstante de ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del
Resucitado; como de aquella que, habiendo experimentado la misericordia de modo
excepcional, «merece» de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su
vida terrena, en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como
de aquella que a través de la participación escondida y, al mismo tiempo,
incomparable en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente a
acercar los hombres al amor que El había venido a revelar: amor que halla su
expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros,
los que no ven, los oprimidos y los pecadores, tal como habló de ellos Cristo,
siguiendo la profecía de Isaías, primero en la sinagoga de
Nazaret106y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los
enviados de Juan Bautista 107.
Precisamente, en este amor «misericordioso», manifestado ante todo en
contacto con el mal moral y físico, participaba de manera singular y excepcional
el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado -participaba
María-. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la
Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se
funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón
materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar
a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de
una madre. Es éste uno de los misterios más grandes y vivificantes del
cristianismo, tan íntimamente vinculado con el misterio de la encarnación.
«Esta maternidad de María en la economía de la gracia -tal como se expresa el
Concilio Vaticano II- perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que
prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz
hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos,
no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión
continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno
cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros
y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria
bienaventurada»108.
.........................
Texto procedente de dicha encíclica "Dives in Misericordia"
Se recomienda la lectura completa, como cimientos de la FE.
Fuente utilizada:
http://www.regnummariae.org\divina_misericordia\RICO EN MISERICORDIA, ENCICLICA 1 PARTE.htm
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REZA EL SANTO ROSARIO