DOMINGO XXXI SEGUNDA LECTURA

De la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual; del Concilio Vaticano segundo (Núm. 78)
NATURALEZA DE LA PAZ

La paz no consiste en una mera ausencia de guerra ni se reduce a asegurar el equilibrio de las distintas fuerzas contrarias ni nace del dominio despótico, sino que, con razón, se define como obra de la justicia. Ella es como el fruto de aquél orden que el Creador quiso establecer en la sociedad humana y que debe irse perfeccionando sin cesar por medio del esfuerzo de aquellos hombres que aspiran a implantar en el mundo una justicia cada vez más plena. En efecto, aunque fundamentalmente el bien común del género humano depende de la ley eterna, en sus exigencias concretas está, con todo, sometido a las continuas transformaciones ocasionadas por la evolución de los tiempos; la paz no es nunca algo adquirido de una vez para siempre, sino que es preciso ir la construyendo y edificando cada día. Como además la voluntad humana es frágil y está herida por el pecado, el mantenimiento de la paz requiere que cada uno se esfuerce constantemente por dominar sus pasiones, y exige de la autoridad legítima una constante vigilancia.
Y todo esto es aún insuficiente. La paz de la que hablamos no puede obtenerse en este mundo si no se garantiza el bien de cada una de las personas y si los hombres no saben comunicarse entre sí espontáneamente y con confianza las riquezas de su espíritu y de su talento. La firme voluntad de respetar la dignidad de los otros hombres y pueblos y el solícito ejercicio de la fraternidad son algo absolutamente imprescindible para construir la verdadera paz. Por ello puede decirse que la paz; es también fruto del amor, que supera los límites de lo que exige la simple justicia. La paz terrestre nace del amor al prójimo, y es como la imagen y el efecto de aquella paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el mismo Hijo encarnado, príncipe de la paz, ha reconciliado por su cruz a todos los hombres con Dios, reconstruyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo. Así ha dado muerte en su propia carne al odio y, después del triunfo de su resurrección, ha derramado su Espíritu de amor en el corazón de los hombres.
Por esta razón todos los cristianos quedan vivamente invitados a que, realizando la verdad en el amor, se unan a aquellos hombres que, como auténticos constructores de la paz, se esfuerzan por instaurarla y rehacerla. Movidos por este mismo espíritu, no podemos menos de alabar a quienes, renunciando a toda intervención violenta en la defensa de sus derechos, recurren a aquellos medios de defensa que están incluso al alcance de los más débiles, con tal de que esto pueda hacerse sin lesionar los derechos y los deberes de otras personas o de la misma comunidad.

Responsorio Cf. 1Cro 29, 11. 12; 2M 1, 24
R.
¡Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre Señor! Tú estás por encima de todas las naciones. * Danos la paz, Señor, en nuestros días.

V. Dios, nuestro, creador de todas las. cosas, temible y fuerte, justo y misericordioso.

R. Danos la paz, Señor, en nuestros días.

MARTES XXXI

SEGUNDA LECTURA
De la Constitución pastoral Gáudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano segundo (Núms. 88-90)
PAPEL DE LOS CRISTIANOS EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA PAZ

Los cristianos deben cooperar con gusto y de corazón en la edificación de un orden internacional en el que se respeten las legítimas libertades y se fomente una sincera fraternidad entre todos; y eso con tanta mayor razón cuanto más claramente se advierte que la mayor parte de la humanidad sufre todavía una extrema pobreza, hasta tal punto que puede decirse que Cristo mismo, en la persona de los pobres, eleva su voz para solicitar la caridad de sus discípulos. Que se evite, pues, el escándalo de que, mientras ciertas naciones, cuya población es muchas veces en su mayoría cristiana, abundan en toda clase de bienes, otras, en cambio, se ven privadas de lo más indispensable y sufren a causa del hambre, de las enfermedades y de toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad debe ser la gloria y el testimonio de la Iglesia de Cristo.
Hay que alabar y animar, por tanto, a aquellos cristianos, sobre todo a los jóvenes, que espontáneamente se ofrecen para ayudar a los demás, hombres y naciones. Más aún, es deber de todo el pueblo de Dios, animado y guiado por la palabra y el ejemplo de sus obispos, aliviar, según las posibilidades de cada uno, las miserias de nuestro tiempo; y esto hay que hacerlo, como era costumbre en la antigua Iglesia, dando no solamente, de los bienes superiores sino aun de los necesarios.
El modo de recoger y distribuir lo necesario para las diversas necesidades, sin que haya de ser rígida y uniformemente ordenado, llévese a cabo, sin embargo, con toda solicitud en cada una de las diócesis, naciones e incluso en el plano universal, uniendo siempre que se crea conveniente la colaboración de los católicos con la de los otros hermanos cristianos. En efecto, el espíritu de caridad, lejos de prohibir el ejercicio ordenado y previsor de la acción social y caritativa, más bien lo exige. De aquí que sea necesario que quienes pretenden dedicarse al servicio de las naciones en vía de desarrollo sean oportunamente formados en instituciones especializadas.
Por eso la Iglesia debe estar siempre presente en la comunidad de las naciones para fomentar o despertar la cooperación  entre los hombres; y eso tanto por medio de sus órganos oficiales como por la colaboración sincera y plena de cada uno de los cristianos, colaboración que debe inspirarse en el único deseo de servir a todos.
Este resultado se conseguirá mejor si los mismos fieles en sus propios ambientes, conscientes de la propia responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por despertar el deseo de una generosa cooperación con la comunidad internacional. Dése a esto una especial importancia en la formación de los jóvenes, tanto en su formación religiosa como civil.
Finalmente, es muy de desear que los católicos, para cumplir debidamente su deber en el seno de la comunidad internacional, se esfuercen por cooperar activa y positivamente con sus hermanos separados, que como ellos profesan la caridad evangélica; y con todos aquellos otros hombres que están sedientos de verdadera paz.



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